Decepción papal

 

Cuentan que un día se encontraron dos cubanos, José y Jorge, y comenzaron a conversar.  En ese diálogo, José, un exiliado radicado en Miami, le comenta a Jorge:  “Óyeme, Estados Unidos es el país más grande del mundo y con las mayores libertades”.  “Figúrate”, continúa José, “que yo puedo viajar a Washington, pararme frente a la Casa Blanca y allí, frente a todo el mundo, puedo gritar pestes de Barack Obama, y a mí no me pasaría nada”.  De inmediato, Jorge, un cubano defensor de la revolución cubana, le riposta:  “Oye viejo, eso no es nada”.  “En Cuba”, le dice Jorge, “yo puedo ir a La Habana, pararme en medio de la Plaza de la Revolución y allí, frente a todo el mundo, puedo gritar pestes de Barack Obama, y a mí tampoco me pasaría nada”.

Este relato me vino a la mente al reflexionar sobre los recientes viajes del Papa Francisco a Cuba y a los Estados Unidos.

En Cuba, en sus apariciones públicas, el Papa no hizo expresiones que incomodaran a sus anfitriones.  Se reunió con Fidel Castro, pero no con ningún disidente.  No hizo declaraciones cuando arrestaron a  disidentes para impedirles que asistieran a la misa en la Plaza de la Revolución y a otros eventos a los que fueron invitados por el propio Vaticano.  No pronunció críticas públicas sobre derechos humanos.  En esencia, se limitó a buscar, de forma muy diplomática, más espacio para que la iglesia pueda realizar actividades de evangelización, operar escuelas y realizar otras obras sociales.

En Estados Unidos, por el contrario, el Papa Francisco no tuvo reparos en entrar en controversias, algunas de índole política, y tomar posturas públicamente.  Esto lo hizo, incluso, en su alocución en la Casa Blanca, frente al Presidente, y en su discurso ante el Congreso.  Por ejemplo, el Papa defendió públicamente las iniciativas dirigidas a detener el cambio climático aun cuando esto es un asunto políticamente contencioso entre republicanos y demócratas.  Apoyó a los inmigrantes, entrando así en otra controversia política.  Criticó la forma en que la decisión de la Corte Suprema de los Estados Unidos sobre el matrimonio de un mismo sexo puede estar infringiendo la libertad de culto y se reunió con la funcionaria que fue encarcelada por retar la misma.  Visitó a una orden de religiosas en respaldo a su lucha en contra de incluir el aborto como parte de la cubierta del plan de salud conocido como Obamacare.  Expresó palabras fuertes en contra del capitalismo.  Incluso ante los obispos católicos, públicamente les criticó por su tono áspero y por darles más énfasis a las reglas y no a la caridad y el amor.

Yo puedo entender la diplomacia.  Además, estoy consciente de que a veces hay más de una forma de adelantar ciertos objetivos.  Incluso tengo muy presente los pasajes bíblicos que sugieren “darle al césar lo que es del césar” y que establecen que “el Reino de Dios no es de este mundo”.  No obstante, defender principios morales y derechos humanos fundamentales no vale de nada si en los momentos más importantes, cuando más cuenta, uno guarda silencio.

Igual que en Estados Unidos no tuvo reparos para utilizar su estatura moral a favor de ciertas posturas, aunque fueran controversiales, en Cuba el Papa Francisco debió haber defendido enérgicamente, con palabras y acciones, los derechos humanos.  El hecho de que no lo hizo estuvo mal.

El Jorge del cuento provoca risa.  El otro Jorge, el que se cambió el nombre a Francisco al convertirse en Papa, cuando visitó a Cuba, al igual que sus dos predecesores, dio ganas de llorar.  ¡Qué decepción!

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Nota:  Este escrito fue publicado en el periódico El Nuevo Día13 de octubre de 2015, página 47.

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Manchita

Nació en Barrio Obrero en septiembre de 1998, en medio del huracán Georges.  De padre desconocido, pero de madre muy fiel y noble, siempre dije que su raza era “Barrio Obrero Terrier”.

Fue la última en nacer de ocho perritos.  Llegó al mundo bien pequeñita y débil.  Parecía que no iba a poder sobrevivir.  En cuanto la vio, sin embargo, mi hija dijo, decididamente, “ésa es la que yo quiero”.  Desde entonces, y hasta la madrugada del 24 de julio, estuvo con nosotros.

Fue compañera inseparable.  Caminábamos juntos por todo el barrio al punto que la gente, cuando me veían solo, me preguntaban:  “¿usted es el que camina con la perrita, verdad?”

Sentía mi carro y sabía, primero que todos en la casa, que yo estaba llegando.  Al entrar, no fallaba en recibirme y procurar de mí una caricia.

Me celaba hasta de mi esposa.  De hecho, si ésta se me acercaba para acariciarme, darme un beso o simplemente acostarse a mi lado, ella se insertaba entre los dos para impedir que ella ni nadie le fuera a competir por mi afecto.  A la hora de dormir, tenía que estar a mi lado.

Me tenía bien amaestrado.  Con un simple gesto de la cabeza, moviéndola en dirección hacia afuera, me indicaba que debía abrirle la puerta para que pudiera salir al patio a hacer sus necesidades.  Relamerse, de forma pronunciada y mirándome a los ojos, era suficiente para yo saber que era hora de servirle la comida.

Le encantaba hacer su voluntad, incluyendo las cosas que sabía que no debía realizar como, por ejemplo, comer papeles de los zafacones.  Aun así, cuando se le regañaba, para lo cual bastaba con mirarla, sabía bajar la cabeza, mirar de reojo y dirigirse a una esquina a cumplir una penitencia que ella misma se auto imponía.

A lo largo de su vida nos enseñó lo que es el amor incondicional.  Nadie mejor que ella sabía hacer sentir a una persona como el ser más importante sobre la Tierra.  Por eso, yo solía decir que “mi mayor aspiración en la vida es convertirme en la persona que mi perra cree que soy”.

Al final, cuando sus riñones fallaron y la artritis casi no le permitía sostenerse, le dimos todos los tratamientos posibles.  No obstante todos los esfuerzos, llegó el momento en que su cuerpo no pudo más.

Dios me permitió tenerla en mis brazos en cada una de sus convulsiones.  También estuve con ella en sus últimas horas hasta que su vida terrenal llegó a su fin.  Así traté de corresponder por toda una vida de lealtad y compañía.  Además, quise que supiera que siempre tuvo a su lado personas que supimos reciprocar su amor incondicional.

Hoy, aunque quedan los gratos recuerdos de una vida compartida, sentimos un vacío muy grande.  Quizás Bécquer se equivocó.  ¡Dios mío, qué solos se quedan los vivos!

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Nota:  Este escrito fue publicado en el periódico El Vocero, 2 de agosto de 2013, página 24.

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